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exaltado o indolente, ella iba despertando en él mil deseos evocando instintos o
reminiscencias. Era la enamorada de todas las novelas, la heroína de todos los dramas, la
vaga «ella» de todos los libros de versos. Encontraba en sus hombros el color ámbar de la
Odalisca en el baño(1); tenía el largo corpiño de bas castellanas feudales; se parecía
también a la Mujer pálida de Barcelona(2), pero por encima de todo era un ángel.
1. Es un cuadro muy famoso del pintor francés Ingres (1780-1867). Sus retratos de mujer se caracterizan
por el color ámbar de su pintura.
2. Cuadro de Courbet (1819 -1877), pintor contemporáneo de Flaubert. Este cuadro fue pintado en Lyon
en 1854. Se llama también Retrato de una española. Figura en la portada de Madame Bovary, ed. de Poche.
A menudo, al mirarla, le parecía a León que su alma, escapándose hacia ella, se
esparcía como una onda sobre el contorno de su cabeza y descendía arrastrada hacia la
blancura de su seno.
Se ponía en el suelo delante de ella, y con los codos sobre las rodillas la contemplaba
sonriendo y con la frente tensa.
Ella se inclinaba sobre él y murmuraba como sofocada de embriaguez:
-iOh!, ¡no te muevas!, ¡no hables!, ¡mírame! ¡De tus ojos sale algo tan dulce, que me
hace tanto bien!
Le llamaba niño:
-Niño, ¿me quieres?
Y apenas oía su respuesta, en la precipitación con que aquellos labios subían para
dársela en la boca.
Había encima del reloj de péndulo un pequeño Cupido de bronce que hacía melindres
redondeando los brazos bajo una guirnalda dorada. Muchas veces se rieron de él, pero
cuando había que separarse todo les parecía serio.
Inmóviles el uno frente al otro, se repetían:
-¡Hasta el jueves!..., ¡hasta el jueves!
De pronto ella le cogía la cabeza entre las dos manos, le besaba rápido en la frente,
exclamando: «¡Adiós!», y se precipitaba por la escalera.
Iba a la calle de la Comedia, a una peluquería, a arreglarse sus bandós. Llegaba la
noche; encendían el gas en la tienda.
Oía la campanilla del teatro que llamaba a los cómicos a la representación, y veía,
enfrente, pasar hombres con la cara blanca y mujeres con vestidos ajados que entraban
por la puerta de los bastidores.
Hacía calor en aquella pequeña peluquería demasiado baja, donde la estufa zumbaba en
medio de las pelucas y de las pomadas. El olor de las tenacillas, con aquellas manos
grasientas que le tocaban la cabeza, no tardaba en dejarla sin sentido y se quedaba un
poco dormida bajo el peinador. A veces el chico, mientras la peinaba, le ofrecía entradas
para el baile de disfraces.
Después se marchaba. Subía de nuevo las calles, llegaba a la «Croix Rouge»; recogía
sus zuecos que había escondido por la mañana debajo de un banco y se acomodaba en su
sitio entre los viajeros impacientes. Algunos se apeaban al pie de la cuesta. Ella se
quedaba sola en la diligencia.
A cada vuelta se veían cada vez mejor todas las luces de la ciudad que formaban un
amplio vapor luminoso por encima de bas casas amontonadas. Emma se ponía de rodillas
sobre los cojines y se le perdía la mirada en aquel deslumbramiento. Sollozaba, llamaba a
León, y le enviaba palabras tiernas y besos que se perdían en el viento.
Había en la cuesta un pobre diablo que vagabundeaba con su bastón por en medio de
las diligencias. Un montón de harapos cubría sus hombros y un viejo sombrero
desfondado que se había redondeado como una palangana le tapaba la cara; pero cuando
se lo quitaba descubría, en lugar de párpados, dos órbitas abiertas todas ensangrentadas.
La carne se deshilachaba en jirones rojos, y de allí corrían líquidos que se coagulaban en
costras verdes hasta la nariz cuyas aletas negras sorbían convulsivamente. Para hablar
echaba hacia atrás la cabeza con una risa idiota; entonces sus pupilas azuladas, girando
con un movimiento continuo, iban a estrellarse hacia las sienes, al borde de la llaga viva.
Cantaba una pequeña canción siguiendo los coches:
Souvent la chaleur d'un beau jour
Fait rêver fillette á l'amour.
Y en todo lo que seguía se hablaba de pájaros, sol y follaje.
A veces, aparecía de pronto detrás de Emma, con la cabez descubierta. Ella se apartaba
con un grito. Hivert venía a hacerle bromas. Le decía que debía poner una barraca en la
feria de San Román, o bien le preguntaba en tono de broma por su amiguita.
Con frecuencia estaban en marcha cuando su sombrero, con un movimientu brusco,
entraba en la diligencia por la ventanilla, mientras él se agarraba con el otro brazo sobre
el estribo entre las salpicaduras de las ruedas. Su voz, al principio débil como un vagido,
se volvía aguda. Se arrastraba en la noche, como el confuso lamento de una indefinida
angustia; y, a través del tintineo de los cascabeles, del murmullo de los árboles y del
zumbido de la caja hueca, tenía algo de lejano que trastornaba a Emma. Aquello le
llegaba al fondo del alma como un torbellino que se precipita en el abismo y la arrastraba
por los espacios de una melancolía sin límites. Pero Hivert, que se daba cuenta de un
contrapeso, largaba grandes latigazos a ciegas. La tralla le pegaba en las llagas y él caía
en el fango dando un gran alarido. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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